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ISSN 1989-4163

NUMERO 15 - SEPTIEMBRE 2010

Glenn Gould: el Alquimista de Cristal

David Torres

En 1955, cuando contaba 22 años de edad, Gould escogió para su debut discográfico las Variaciones Goldberg de Bach, una obra colosal y casi secreta, de dificultad titánica, apenas interpretada. Era un caluroso día de junio neoyorquino pero el joven pianista se presentó en el estudio embozado en abrigo, bufanda, gorra y guantes, y sorprendió al curtido grupo de ingenieros de la Columbia al desplegar unos pertrechos que incluían un lote de toallas, varias botellas de agua mineral, cinco frascos de pastillas y una silla especialmente construida para él. Antes de empezar la sesión, Gould sumergió durante quince minutos sus brazos en agua caliente a la altura del codo para soltar las articulaciones. Un ritual que repetiría a lo largo de toda su vida y que también le servía para tomar contacto y bromear con el personal. A pesar de todos sus caprichos y manías –que iban desde su fobia al contacto físico al ajuste milimétrico del aire acondicionado– Gould era una persona cálida y afable que siempre se llevó de maravilla con los técnicos, ayudantes y ujieres de las salas de concierto.

Aquella grabación supuso el descubrimiento de una nueva y joven estrella del teclado. A los críticos se les acababan los adjetivos a la hora de enjuiciar el talento y la originalidad del artista canadiense. Desde entonces Gould entró en el terreno de la leyenda. Pero en una profesión, la de los concertistas de piano, donde abundan los extravagantes, los supersticiosos y los bichos raros (de Horowitz a Michelangeli, de Yudina a Richter), Gould resultaba el bicho más raro de todos. Fue a la vez el más distante y el más cercano de los pianistas, el más extraño, divertido y simpático de la manada. En un prado lleno de caballos huidizos, apacibles o feroces, Glenn Gould era el unicornio.

 Una de las principales razones de asombro proviene de su temprano abandono de los escenarios. En 1964 en Los Angeles dio su último concierto y ya nunca más volvió a caer en lo que denominaba, con característica ironía, “la falacia del smoking”. Muchos colegas, docenas de promotores y miles de admiradores le pidieron una y otra vez que regresara a los teatros pero Gould sentía que el concertista de piano era un anacronismo y prefirió entregarse a un público mucho más amplio a través de la tecnología. No le parecía que cortar y empalmar diferentes tomas de una pieza, a veces en el transcurso de unos breves compases, fuese una forma de fraude artístico: al contrario, era un modo de alcanzar la perfección. El recital, para él, representaba una forma de exhibicionismo caduco, una solemne apuesta a cara o cruz. En cambio, sus intrusiones en el estudio de grabación tenían un aire travieso, jubiloso, algo a mitad de camino entre una conspiración, un juego, un experimento de laboratorio y una aventura.

 Tenía otros motivos para odiar los conciertos. Para empezar, no le gustaban nada los viajes; odiaba el ajetreo, los aviones, el acarreo de maletas, las multitudes, el cambio de paisaje. El turismo nunca le interesó lo más mínimo. En una gira por Europa apenas si salió de su habitación, salvo en Moscú, donde las vistas y la gente le parecieron lo bastante exóticas como para arriesgarse a salir a la calle. Un teléfono y un tocadiscos eran todo lo que necesitaba.

 Siempre consideró Toronto, la ciudad donde nació en 1932, su único hogar, con pequeñas extensiones hacia los alrededores del lago Simcoe, donde transcurrió buena parte de su infancia. Fue una infancia feliz, dividida entre la música, el amor de sus padres y el cariño por sus perros y pájaros. Amaba los animales hasta el punto de la devoción y siempre lamentó no haber dado el paso definitivo hacia el vegetarianismo. Comía poco y mal, casi siempre a deshoras, en una dieta inverosímil reforzada con docenas de medicamentos para sus diversas dolencias, no todas imaginarias. Pero incluso su hipocondría era motivo de broma: una vez criticó aquella leyenda que decía que viajaba con una maleta llena de medicinas. “Caben perfectamente en un maletín”, puntualizó.

 Como intérprete, no sentía mucho aprecio por el repertorio pianístico: Chopin, Liszt, Schubert, Rachmaninov. Prefería a Gibbons y los virginalistas ingleses, y defendió a capa y espada a Schönberg y Krenek. Y, sobre todo, Bach. Le fascinaba la polifonía, la superposición de voces, y conseguía encontrarla incluso en los lugares más inesperados. En sus grabaciones finales (los Intermezzi de Brahms, el Idilio de Sigfrido de Wagner) el piano, despojado de todo ornamento, suena a luz, como si estuviera tocando los últimos límites de la música.

 Aparte de sus discos –nítidos, explícitos, perfectos– todo lo que rodeaba su vida era puro misterio. Adoraba perderse, conducir solo por las largas carreteras heladas del norte. Apenas se le conocen algunas aventuras con mujeres y siempre se ha especulado sobre su vida sexual. Gould también bromeaba sobre el tema y se encogió de hombros cuando el director Georg Szell calificó de “femenino” su toque en un concierto de Beethoven. Mezclar sexo y música le parecía ridículo, algo ofensivo para su espíritu puritano. Amaba a Sibelius porque le recordaba los bosques inmensos de Canadá y por su lirismo desprovisto de sensualidad. A medida que envejecía, aumentó su dependencia del teléfono y mantenía largas charlas con amigos y familiares, muchas veces hasta altas horas de la madrugada. Solía iniciar la conversación preguntando a su interlocutor si sabía en qué música estaba pensando. “En las Metamorfosis de Richard Strauss”, respondían. En los últimos tiempos era eso o los Cuatro últimos lieder, también de Strauss.

 Un día, al poco de cumplir los cincuenta, fue al médico a quejarse de una congestión en los senos nasales. No le hizo mucho caso, ya estaban acostumbrados a sus exageraciones. Murió un par de semanas después de un derrame cerebral. En su funeral, un día lluvioso y triste de los que tanto le gustaban, sonó la última grabación de las Variaciones Goldberg, incomparablemente más lenta y majestuosa que su fabulosa interpretación de juventud. A través de la alquimia tecnológica había logrado el milagro de la transustanciación, de separar el alma de la carne. Glenn Gould ya no estaba allí, pero estaba de alguna manera, flotando en el aire, encarnado en puro contrapunto, entre la lluvia, las lágrimas y Bach.

Glenn Gould

 

 

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